Bebimos demasiado. El uno del otro, quiero decir. Ella llegó a conocer séis de mis vidas. Yo estuve a un sorbo de regalarle la séptima. Nos conocimos en mi tercera o cuarta reencarnación. Al principio sólo era sexo pero del rico, besando suave y mirando a los ojos. Todos los jueves. Y algún domingo. Desglosamos el uno al otro la palabra comprometer y compramos y metimos cada vez con más frecuencia. Algo así como un contrato oral con carácter retroactivo, o retroadictivo, o retroatractivo, o como quieras lamerlo.
Pasó un tiempo y sin querer su cama se transformó en consulta y su vientre en diván. Sexo, cigarrillo compartido y psicoanálisis. Su vida era un tango de Gardel. La mía un cubo Rubick en manos de un daltónico. Estuvimos años alternando sexo y confesiones, inventándonos posturas cada vez más freudianas. Y en una de esas posturas, se nos coló el amor. Un amor peligroso. Un amor corrosivo. Uno de esos amores que alimentan y envenenan a la vez.
Me alejé de ella diez o quince veces. Busqué sustitutas, heroínas, pero sólo encontré metadona. Y siempre regresaba cabizbajo, cual niño manchado de barro a las faldas de mamá, cual Erasmus sin blanca, y ella siempre me acogía en su cíclico diván, diviénen. Porque su amor era a prueba de balas y yo bomba química, bactero(i)lógica. Y claro, ella se acabó contagiando, y enfermó, y al final se hizo la muerta. Y yo acudí borracho al entierro de lo nuestro. Y a su tumba de mentira se llevó un pendrive con mis secretos. Y sus virus adjuntos.
Y yo ahora vuelvo a estar solo y ella vuelve a estar sola y no quiero volver a saber nada más de mí. Porque en el fondo sólo soy el rabo mutilado de esa lagarta. Me sigo moviendo, sí. Pero me falta el cuerpo. Y a su cuerpo le acabará creciendo un nuevo rabo. Y yo seré siempre el mismo rabo sin cuerpo.
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